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a agitar los brazos hacia el animal que se acercaba. A un lado de la carretera había una valla, y al otro una espesa
plantación de maíz; cuando la yegua redujo el paso, me adelanté y, hablándole con voz pausada, le sujeté la
brida.
»El hombre llegó jadeando, con el rostro encendido.
» Danke. Sehr Danke . Sabe usted tratar a estos animales, ¿eh?
» Antes teníamos un caballo.
»La cara del hombre empezó a desdibujarse y me apoyé en el automóvil.
» ¿Está usted krank ? ¿Ayuda necesita?
» No, estoy bien. Estoy perfectamente. El vértigo empezaba a ceder. Lo que necesitaba era
resguardarme del brillante martillo del sol. Tenía Tylenol en el coche . Quizá sepa usted dónde podría encontrar
un poco de agua.
»El hombre asintió y señaló la casa más cercana.
» Esa gente le dará agua.
Llame a la puerta.
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»La granja estaba rodeada de maizales, pero sus dueños no eran amish : desde donde me hallaba podía
ver varios automóviles aparcados en el patio de atrás. Ya había llamado a la puerta cuando me fijé en un
pequeño letrero:
Yeshiva Yisroel , la Casa de Estudio de Israel. Por las ventanas abiertas me llegó el sonido de un canto
en hebreo, inconfundiblemente uno de los salmos: Bayt Yisroel barachu et Adonai, bayt Aharon barachu et
Adonai . Oh, casa de Israel, bendice al Señor; oh, casa de Aaron, bendice al Señor.
»Me abrió la puerta un hombre barbudo al que los pantalones oscuros y la camisa blanca hacían parecer
un amish , pero llevaba un casquete en la cabeza, tenía el brazo izquierdo arremangado y unas filacterias
enrolladas alrededor de la frente y el brazo. Dentro había varios hombres sentados en torno a una mesa.
»Me miró directamente a los ojos.
» Entre, entre. Bist ah Yid?
» Sí.
» Le estábamos esperando dijo en yiddish.
»No hubo presentaciones; las presentaciones vinieron luego.
Es usted el décimo hombre me explicó un hombre de barba canosa.
»Comprendí que yo hacía el minyan , el número mínimo de personas que les permitía dejar de cantar
los salmos y dar comienzo a las oraciones matinales. Uno o dos de ellos sonrieron; otro masculló que,
Gottenyu , ya era hora. Yo gemí para mis adentros: ni en las mejores circunstancias me apetecía verme
atrapado en un servicio ortodoxo.
»Pero ¿qué otra cosa podía hacer? En la mesa había vasos y un frasco de agua, y antes que nada me
dejaron beber. Luego, alguien me tendió unas filacterias.
» No, gracias.
» ¿Cómo? No sea nahr , debe ponerse las tefillin , no le van a morder rezongó el hombre.
»Hacía muchos años que no las usaba y tuvieron que ayudarme a enrollar correctamente la fina correa
de cuero alrededor de la frente, a través de la palma y en torno al dedo medio, y a sujetar entre los ojos la caja
que contenía la Escritura. Mientras tanto, llegaron otros dos hombres, se pusieron las tefillin y recitaron la
brocha , pero nadie me dio prisa.
Luego supe que estaban acostumbrados a recibir judíos irreligiosos que se presentaban de improviso;
era un mitzvah , ellos consideraban una bendición tener la posibilidad de ofrecer instrucción a alguien. Cuando
empezaron las plegarias, descubrí que mi hebreo estaba oxidado, aunque todavía era muy utilizable; en el
seminario, en los viejos tiempos, había recibido elogios por mi hermosa pronunciación.
Hacia el final del servicio, tres hombres se pusieron en pie para decir Kaddish , las oraciones por los
recién fallecidos, y yo me levanté con ellos.
»Después de rezar desayunamos naranjas, huevos duros, kichlach y té cargado. Estaba buscando la
manera de escapar cuando retiraron los restos del desayuno y trajeron varios libros enormes en hebreo, las hojas
amarillentas y manoseadas, las esquinas de las cubiertas de piel dobladas y gastadas.
»Inmediatamente empezaron a estudiar, sentados en sus sillas de cocina de distinta procedencia, pero no
sólo a estudiar sino a debatir, a argumentar, a escuchar con absoluta atención. El tema era en qué medida la
humanidad se compone de yetzer hatov , buenas inclinaciones, antes que de yetzer harah , inclinaciones a
hacer el mal.
Me asombró el escaso uso que hacían de los textos extendidos ante ellos; citaban de memoria pasajes
enteros de la ley oral que redactó el rabino Judá hace mil ochocientos años. Sus mentes recorrían a toda
velocidad los Talmuds de Babilonia y Jerusalén, sin esfuerzo y con elegancia, como muchachos haciendo
acrobacias en monopatín.
Se enzarzaban en complejos debates sobre puntos dudosos de la Guía de perplejos , el Zohar y una
docena de comentarios. Comprendí que era testigo de una muestra de erudición cotidiana tal como se había
practicado durante casi seis mil años en muchos lugares del mundo, en la gran academia talmúdica de Nahardea,
en la beth midresh de Rashi, en el estudio de Maimónides, en las yeshivas de Europa oriental.
»A veces el debate se desarrollaba en ráfagas mercuriales de yiddish, hebreo, arameo e inglés coloquial.
Buena parte de él se me escapaba, pero a menudo se volvía más lento, cuando consideraban una cita. Aún me
dolía la cabeza, pero me sentía fascinado por lo que alcanzaba a comprender.
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»El que dirigía la reunión era un judío anciano de barba y melena blancas, con una barriga prominente
bajo el manto de oración, manchas en la corbata y gafas redondas con montura metálica que ampliaban unos ojos
azul ágata de mirada intensa.
El rabino permanecía sentado y respondía a las preguntas que de vez en cuando le formulaban.
»La mañana transcurrió rápidamente. Tenía la sensación de ser cautivo de un sueño. A medio día,
cuando hicieron una pausa para almorzar, los eruditos fueron en busca de sus bolsas de papel marrón y yo
desperté de mi ensueño y me dispuse a partir, pero el rabino me llamó por señas.
» Venga conmigo, por favor.
Comeremos algo.
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