s [ Pobierz całość w formacie PDF ]

ante ella y, ofreciéndole el brazo, la escoltó hasta el lugar donde los demás estaban siendo amordazados. Lo
hizo con tal donaire, resultaba tan enormemente distingué, que se quedó demasiado fascinada para gritar.
Al fin y al cabo, no era más que una niña.
Quizás sea de chivatos revelar que por un momento Garfio la dejó extasiada y sólo la delatamos porque
su desliz tuvo extrañas consecuencias. De haberse soltado altivamente (y nos habría encantado escribir esto
sobre ella), habría sido lanzada por los aires como los demás y entonces Garfio probablemente no habría
estado presente mientras se ataba a los niños y si no hubiera estado presente mientras se los ataba no habría
descubierto el secreto de Presuntuoso y sin ese secreto no podría haber realizado al poco tiempo su sucio
atentado contra la vida de Peter.
Fueron atados para evitar que escaparan volando, doblados con las rodillas pegadas a las orejas y para
asegurarlos el pirata negro había cortado una cuerda en nueve trozos iguales. Todo fue bien hasta que llegó
el turno de Presuntuoso, momento en que se descubrió que era como esos fastidiosos paquetes que gastan
todo el cordel al pasarlo alrededor y no dejan cabos con los que hacer un nudo. Los piratas le pegaron pata-
das enfurecidos, como uno pega patadas al paquete (aunque para ser justos habría que pegárselas al cordel)
y por raro que parezca fue Garfio quien les dijo que aplacaran su violencia. Sus labios se entreabrían en una
maliciosa sonrisa de triunfo. Mientras sus perros se limitaban a sudar porque cada vez que trataban de apre-
tar al desdichado muchacho en un lado sobresalía en otro, la mente genial de Garfio había penetrado por
debajo de la superficie de Presuntuoso, buscando no efectos, sino causas y su júbilo demostraba que las
había encontrado. Presuntuoso, blanco de miedo, sabía que Garfio había descubierto su secreto, que era el
siguiente: ningún chico tan inflado emplearía un árbol en el que un hombre normal se quedaría atascado.
Pobre Presuntuoso, ahora el más desdichado de todos los niños, pues estaba aterrorizado por Peter y lamen-
taba amargamente lo que había hecho. Terriblemente aficionado a beber agua cuando estaba acalorado,
como consecuencia se había ido hinchando hasta alcanzar su actual gordura y en lugar de reducirse para
adecuarse a su árbol, sin que los demás lo supieran había rebajado su árbol para que se adecuara a él.
Garfio adivinó lo suficiente sobre esto como para convencerse de que por fin Peter estaba a su merced,
pero ni una sola palabra sobre los oscuros designios que se formaban en las cavernas subterráneas de su
mente cruzó sus labios; se limitó a indicar que los cautivos fueran llevados al barco y que quería estar solo.
¿Cómo llevarlos? Atados con el cuerpo doblado realmente se los podría hacer rodar cuesta abajo como
barriles, pero la mayor parte del camino discurría a través de un pantano. Una vez más la genialidad de
Garfio superó las dificultades. Indicó que debía utilizarse la casita como medio de transporte. Echaron a los
niños dentro, cuatro fornidos piratas la izaron sobre sus hombros y, entonando la odiosa canción pirata, la
extraña procesión se puso en marcha a través del bosque. No sé si alguno de los niños estaba llorando, si
era así, la canción ahogaba el sonido, pero mientras la casita desaparecía en el bosque, un valiente aunque
pequeño chorro de humo brotó de su chimenea, como desafiando a Garfio.
Garfio lo vio y aquello jugó una mala pasada a Peter. Acabó con cualquier vestigio de piedad por él que
pudiera haber quedado en el pecho iracundo del pirata.
Lo primero que hizo al encontrarse a solas en la noche que se acercaba rápidamente fue llegarse de punti-
llas al árbol de Presuntuoso y asegurarse de que le proporcionaba un pasadizo. Luego se quedó largo rato
meditando, con el sombrero de mal agüero en el césped, para que una brisa suave que se había levantado
pudiera removerle refrescante los cabellos. Aunque negros eran sus pensamientos sus ojos azules eran
dulces como la pervinca. Escuchó atentamente por si oía sonido que proviniera de las profundidades, pero
abajo todo estaba tan silencioso como arriba: la casa subterránea parecía ser una morada vacía más en el
abismo. ¿Estaría dormido ese chico o estaba apostado al pie del árbol de Presuntuoso, con el puñal en la
mano?
No había forma de saberlo, excepto bajando. Garfio dejó que su capa se deslizara suavemente hasta el
suelo y luego, mordiéndose los labios hasta que una sangre obscena brotó de ellos, se metió en el árbol. Era
un hombre valiente, pero por un momento tuvo que detenerse allí y enjugarse la frente, que le chorreaba
como una vela. Luego se dejó caer en silencio hacia lo desconocido.
Llegó sin problemas al pie del pozo y se volvió a quedar inmóvil, recuperando el aliento, que casi lo
había abandonado. Al írsele acostumbrando los ojos a la luz difusa varios objetos de la casa de debajo de
los árboles cobraron forma, pero el único en el que posó su ávida mirada, buscado durante tanto tiempo y
hallado por fin, fue la gran cama. En ella yacía Peter profundamente dormido.
Ignorando la tragedia que se estaba desarrollando arriba, Peter, durante un rato después de que se fueran
los niños, había seguido tocando la flauta alegremente: sin duda un intento bastante triste de demostrarse a
sí mismo que no le importaba. Luego decidió no tomarse la medicina, para apenar a Wendy. Entonces se
tumbó en la cama encima de la colcha, para contrariarla todavía más, porque siempre los había arropado
con ella, ya que nunca se sabe si no se tendrá frío al avanzar la noche. Entonces casi se echó a llorar, pero
se imaginó lo indignada que se pondría si en cambio se riera, así que soltó una carcajada altanera y se que-
dó dormido en medio de ella.
A veces, aunque no a menudo, tenía pesadillas y resultaban más dolorosas que las de otros chicos. Pasa-
ban horas sin que pudiera apartarse de estos sueños, aunque lloraba lastimeramente en el curso de ellos.
Creo que tenían que ver con el misterio de su existencia. En tales ocasiones Wendy había tenido por cos-
tumbre sacarlo de la cama y ponérselo en el regazo, tranquilizándolo con mimos de su propia invención y
cuando se calmaba lo volvía a meter en la cama antes de que se despertara del todo, para que no se enterara
del ultraje a que lo había sometido. Pero en esta ocasión cayó inmediatamente en un sueño sin pesadillas.
Un brazo le colgaba por el borde de la cama, tenía una pierna doblada y la parte incompleta de su carcajada
se le había quedado abandonada en la boca, que estaba entreabierta, mostrando las pequeñas perlas.
Indefenso como estaba lo encontró Garfio. Se quedó en silencio al pie del árbol mirando a través de la
estancia a su enemigo. ¿Se estremeció su sombrío pecho con algún sentimiento de compasión? Aquel hom-
bre no era malo del todo: le encantaban las flores (según me han dicho) y la música delicada (él mismo no
tocaba nada mal el clavicémbalo) y, admitámoslo con franqueza, el carácter idílico de la escena lo conmo-
vió profundamente. De haber sido dominado por su parte mejor, habría vuelto a subir de mala gana por el
árbol si no llega a ser por una cosa.
Lo que le detuvo fue el aspecto impertinente de Peter al dormir. La boca abierta, el brazo colgando, la
rodilla doblada: eran tal personificación de la arrogancia que, en conjunto, jamás volverá, esperamos, a
presentarse otra igual ante sus ojos tan sensibles a su carácter ofensivo. Endurecieron el corazón de Garfio. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

  • zanotowane.pl
  • doc.pisz.pl
  • pdf.pisz.pl
  • srebro19.xlx.pl