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quedar cada vez más cerca del indefenso vientre de Harpago, como a cubierto de su
larga espada. El ciliarca reía sardónicamente entre sus grises patillas y brincaba fuera del
alcance de Everard. Cuestión de ganar tiempo, desde luego. Y le salió bien.
Los otros tres hombres treparon a la orilla y gritando corrieron hacia ellos. Fue aquel un
ataque desordenado. Soberbios luchadores, individualmente, los persas desconocían la
táctica del ataque en masas disciplinadas - que les destrozaría en Maratón y Gaugamela.
Pero la lucha de cuatro contra uno, y este sin armadura, era insostenible. Everard se
resguardó la espalda contra el tronco de un árbol. El primero de sus atacantes se le
acercó imprudentemente y su espada chocó en el escudo del griego. La de este alcanzó
al otro por encima del oblongo bronce, hallando solo una suave y pesada resistencia que
le causó a Everard una sensación ya bien conocida. Retiró su arma y se hizo a un lado
rápidamente. El persa cayó al suelo, desangrándose; Everard lo miró, y al verlo exánime
levantó los ojos al cielo.
Los persas rodearon al griego por ambos lados; las ramas colgantes les imposibilitaban
el uso de los lazos; tenían que combatir. El patrullero empujó con su escudo al adversario
que se hallaba a la izquierda, lo que significaba exponer el costado derecho; pero como
sus enemigos tenían orden de cogerle vivo, podía arriesgarse. El de la derecha le tiró un
tajo a los tobillos. Saltó él en el aire y el arma silbó bajo sus pies. El atacante de la
izquierda le amagó bajo. Everard sintió un sordo choque y el acero mordió en su
pantorrilla, pero se libró de él. Un rayo de sol cayó sobre la sangre, haciendo resaltar su
rojo brillante. Everard sintió que la pierna se le doblaba.
- ¡Así, así! - aplaudió Harpago -. ¡Hacedle pedazos!
Everard gruñó tras de su escudo.
- ¡Una tarea que el chacal de vuestro jefe no tiene el valor de hacer por sí mismo,
después que le he hecho morder el polvo!
Aquello era una argucia. El ataque contra él cesó un momento.
Tambaleándose, avanzó:
- Sí; vosotros, persas, sois los canes de un medo. ¿No pudisteis escoger otro que fuera
más hombre que esa criatura, que traicionó a su rey y ahora os lanza contra un solo
griego?
Aun en aquella lejana comarca y remota época, un oriental no podía quedar humillado
de semejante modo. Harpago no había sido nunca cobarde. Everard sabía cuán injustos
eran sus ataques. El ciliarca escupió una maldición y se lanzó contra él. Everard tuvo la
momentánea visión de unos salvajes ojos hundidos en una faz aquilina. El medo avanzó
con sordo e inseguro paso. Los dos persas vacilaron un segundo, lo que bastó para que
chocaran Everard y Harpago. El sable de este se alzó y volvió a chocar con el casco de
su enemigo; hendió el escudo y trató de herir la otra pierna. Una túnica suelta y blanca
ondeó a los ojos de Everard, que inclinó los hombros y clavó la espada en su adversario.
Luego la retiró con aquel giro, profesional y cruel, que hace mortales las heridas, y se
volvió a tiempo de parar un golpe con su escudo. Por un instante, él y el persa
compitieron en furia. De reojo vio que el otro adversario daba vueltas a su alrededor para
cogerle por la espalda.
«Bueno - pensó de un modo vago - he matado al hombre peligroso para Cynthia.»
- ¡Teneos! ¡Alto!
La voz era una débil vibración en el aire, menos sonora que las corrientes de la
montaña. Pero los guerreros retrocedieron y bajaron las espadas.
Harpago luchaba por incorporarse en el charco de su propia sangre. Su piel aparecía
gris.
- ¡No, teneos! ¡Esperad! Hay un designio aquí. Mithra no me habría fulminado a menos
que...
Hizo a sus enemigos una señal con la cabeza. Everard bajó la espada, avanzó
cojeando y se arrodilló junto a Harpago, el cual se dejó caer en sus brazos.
- Tú eres compatriota del rey - dijo con voz ronca que salía de sus sangrientos labios -.
No me lo niegues. Pero sábelo... Harpago, hijo de Khshavavarsha, no es un traidor.
El delgado cuerpo se irguió, imperioso, como ordenando a la muerte que esperara.
- Yo sabia la existencia de fuerzas celestes... o infernales... (no lo sé bien aún), que
favorecían la llegada del rey. Las empleé, y también a este, no en mi provecho, sino en
beneficio de la lealtad jurada a mi propio soberano, Astiages, el cual necesitaba un Ciro, a
menos de consentir que el reino se despedazara. Después, por su crueldad, Astiages
perdió el derecho a mi juramento. Pero yo aún era un medo. Vi en Ciro la única
esperanza, la mejor esperanza del país de Media, porque ha sido un buen rey para
nosotros también, honrándonos en sus dominios casi igual que a los persas. ¿Lo
comprendes, paisano del rey?
Unos sombríos ojos buscaron a Everard con vaga mirada.
- Yo quería capturarte, coger tu aparato, aprender su uso y luego matarte, sí; pero no
por mi bien, sino por el del reino. Temía que te llevaras al rey a vuestra patria, adonde sé
que él anhela ir. Y entonces, ¿qué sería de nosotros? Sé piadoso, puesto que tú también
has de esperar merced.
- Lo seré - prometió Everard -; el rey se quedará.
- Está bien - suspiró Harpago -. Creo que dices verdad. No me atrevo a pensar de otro
modo. Así, pues, ¿me he redimido - preguntó ansioso - del asesinato que cometí por
orden de mi rey, dejando en la montaña a un niño indefenso y viéndole morir? ¿Me he
redimido, paisano del rey? Porque fue la muerte de aquel príncipe lo que casi nos llevó a
la ruina... pero encontré otro Ciro, y nos salvamos. ¿Me he redimido?
- Te has redimido - contestó Everard, preguntándose hasta qué punto podía él
absolver. Harpago cerró los ojos.
- Entonces, déjame - dijo como el débil eco de una orden.
Everard le dejó en tierra y se hizo atrás cojeando. Los dos persas se arrodillaron junto a
su jefe, realizando ciertos ritos. El tercer hombre volvió a su contemplación. Everard se
sentó bajo un árbol, desgarró una tira de la capa y vendó sus heridas. La de la pierna
necesitaría cuidados. Tenía que encontrar su saltatiempos. No sería divertido, pero ya se
lo arreglaría, y pronto un médico de la Patrulla podría curarle en pocas horas con una
ciencia médica ignorada en su época de origen.
Se dirigiría a cualquier oficina sucursal, de ambiente oscuro, porque en la del siglo XX
le harían demasiadas preguntas a las que no podría contestar, pues si los superiores
averiguaban sus propósitos, se los prohibirían, casi de seguro.
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