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no existiría: la selección natural habríale exterminado. Es necesario
para la sociedad, como las palabras lo son para el estilo. Pero no basta-
ría, para crearlo, alinear todos los vocablos que yacen en el diccionario;
el estilo comienza donde aparece la originalidad individual.
Todos los hombres de personalidad firme y de mente creadora,
sea cual fuere su escuela filosófica o su credo literario, son hostiles a la
mediocridad. Toda creación es un esfuerzo original; la historia conser-
va el nombre de pocos iniciadores y olvida a innúmeros secuaces que
los imitan. Los visionarios de verdades nuevas, los apóstoles de moral,
los innovadores de belleza -desde Renán y Hugo hasta Guyau y Flau-
bert-, la miran como un obstáculo con que el pasado obstruye el adve-
nimiento de su labor renovadora.
Ante la moral social, sin embargo, los mediocres encuentran una
justificación, como todo lo que existe por necesidad. El eterno con-
traste de las fuerzas que pujan en las sociedades humanas, se traduce
por la lucha entre dos grandes actitudes, que agitan la mentalidad co-
lectiva: el espíritu conservador o rutinario y el espíritu original o de
rebeldía.
Bellas páginas le consagró Dorado. Cree imposible dividir la hu-
manidad en dos categorías de hombres, los unos rebeldes en todo y los
otros en todo rutinarios; si así fuera, no sabría decirse cuáles interpre-
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El hombre mediocre donde los libros son gratis
tan mejor la vida. No es factible un vivir inmóvil de gentes todas con-
servadoras, ni lo es un inestable ajetreo de rebeldes e insumisos, para
quienes nada existente sea bueno y ningún sendero digno de seguirse.
Es verosímil que ambas fuerzas sean igualmente imprescindibles.
Obligados a elegir, ¿daríamos preferencia a una actitud conservadora?
La originalidad necesita un contrapeso robusto que prevenga sus exce-
sos; habría ligereza en fustigar a los hombres metódicos y de paso
tardío, si ellos constituyeran los tejidos sociales más resistentes, so-
porte de los otros. Lo mismo que en los organismos, los distintos ele-
mentos sociales se sirven mutuamente de sostén; en vez de mirarse
como enemigos debieran considerarse cooperadores de una, obra úni-
ca, pero complicada. Si en el mundo no hubiera más que rebeldes, no
podría marchar; tornárase imposible la rebeldía si faltara contra quien
rebelarse. Y, sin los innovadores, ¿quién empujaría el carro de la vida
sobre el que van aquéllos tan satisfechos? En vez de combatirse, ambas
partes debieran entender que ninguna tendría motivo de existir como la
otra no existiese. El conservador sagaz puede bendecir al revoluciona-
rio, tanto como éste a él. He aquí una nueva base para la tolerancia:
cada hombre necesita de su enemigo.
Si tuvieran igual razón de ser los imitadores y los originales, co-
mo arguye el pensador español, su justificación estaría hecha. Ser me-
diocre no es una culpa; siéndolo, su conducta es legítima. ¿Aciertan los
que sacan a su vida el mayor jugo y procuran pasar lo mejor posible
sus cortos días sobre la tierra, sin consagrar una hora a su propio per-
feccionamiento moral, sin preocuparse de sus prójimos ni de las gene-
raciones posteriores? ¿Es pecado obrar de ese modo? ¿Pecan, tal vez,
los que piensan en sí y viven para los demás: los abnegados y los al-
truistas, los que sacrifican sus goces y fuerzas en beneficio ajeno, re-
nunciando a sus comodidades y aun a su vida, como suele ocurrir? Por
indefectible que sea pensar en el mañana y dedicarle cierta parte de
nuestros esfuerzos, es imposible dejar de vivir en el presente, pensando
en él, siquiera en parte. Antes que las generaciones venideras están las
actuales; otrora fueron futuras y para ellas trabajaron las pasadas.
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José Ingenieros donde los libros son gratis
Este razonamiento, aunque un tanto sanchesco, sería respetable, si
colocáramos el problema en el terreno abstracto del hombre extraso-
cial, es decir, fuera de toda sanción presente y futura. Evidentemente,
cada hombre es como es y no podría ser de otra manera; haciendo
abstracción de toda moralidad, tendría tan poca culpa de su delito el
asesino como de su creación el genio. El original y el rutinario, el hol-
gazán y el laborioso, el malo y el bueno, el generoso y el avaro, todos
lo son a pesar suyo; no lo serían si el equilibrio entre su temperamento
y la sociedad lo impidiesen.
¿Por qué, entonces, la humanidad admira a los santos, a los ge-
nios y a los héroes, a todos los que inventan, enseñan o plasman, a los
que piensan en el porvenir, lo encarnan en un ideal o forjan un imperio,
a Sócrates y a Crislo, a Aristóteles y a Bacon, a César y a Washington?
Los aplaude, porque toda la sociedad tiene, implícita, una moral, una
tabla propia de valores que aplica para juzgar a cada uno de sus com-
ponentes, no ya según las conveniencias individuales, sino según su
utilidad social. En cada pueblo y en cada época la medida de lo excelso
está en los ideales de perfección que se denominan genio, heroísmo y
santidad.
La imitación conservadora debe, pues, ser juzgada por su función
de resistencia, destinada a contener el impulso creador de los hombres
superiores y las tendencias destructivas de los sujetos antisociales. En
el prolegómeno de su ensayo sobre el genio y el talento, Nordau hace
su elogio irónico; para toda mente elevada el filisteo es la bestia negra
y en esa hostilidad ve una evidente ingratitud. Le parece útil; con un
poco de benevolencia llegaría a concederle esa relativa belleza de las
cosas perfectamente adaptadas a su objeto. Es el fondo de perspectiva
en el paisaje social. De su exigüidad estética depende todo el relieve
adquirido por las figuras que ocupan el primer plano. Los ideales de los [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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