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dejarla sola un instante si lo desea.
—Se lo ruego, señor —dijo la reina—; porque
tengo necesidad de recogerme y rezar.
Sansón salió; la reina se arrodilló en una silla
baja que le servía de reclinatorio y se puso a rezar.
Entretanto, en el presbiterio de la iglesia de
Saint-Landry, el cura de la parroquia se disponía a
desayunar cuando llamaron violentamente a la
puerta.
El abate Girard había prestado juramento a la
Constitución, aceptando la fraternidad del régimen
republicano y no tenía nada que temer. Así que
ordenó a su ama de llaves que fuera a abrir. La
mujer acudió a la puerta, descorrió el cerrojo y se
encontró con un joven muy pálido y agitado, que
preguntaba por el sacerdote.
—No se le puede ver, ciudadano; está leyendo
su breviario.
—En ese caso esperaré —replicó el joven.
La mujer le dijo que esperaría en vano, porque
el sacerdote tenía que ir a la Conserjería, de donde le
habían llamado.
293 / Alexandre Dumas
—¡Entonces, es verdad! —murmuró el joven
poniéndose lívido.
—Eso es precisamente lo que me trae a casa del
ciudadano Girard —dijo el joven en voz alta, al
tiempo que, pese a la oposición de la mujer,
penetraba en la casa hasta la habitación del abate.
Este, al verle, lanzó una exclamación de sorpresa.
—Perdón, señor cura —dijo el joven—; tengo
que hablar a solas con usted de algo muy grave.
—Déjenos, Jacinthe —dijo el cura.
—Señor cura —dijo el desconocido, cuando se
hubo retirado la mujer—. Antes de nada voy a
decirle quién soy: soy un proscrito, un condenado a
muerte que vive gracias a la audacia; soy el
caballero de Maison-Rouge —el abate se sobresaltó
de espanto—. No temáis nada —continuó el
caballero—; nadie me ha visto entrar aquí; y los que
me hubieran visto, no me reconocerían: he cambiado
mucho en los dos últimos meses.
El sacerdote le preguntó qué quería.
—Sé que va usted a la Conserjería para atender
a una persona condenada a muerte —respondió el
joven—; esta persona es la reina. Le suplico que me
deje entrar con usted hasta llegar a Su Majestad.
—¡Usted está loco! —exclamó el abate—.
¡Usted me pierde y se pierde a sí mismo!
—No tema nada. Ya sé que está condenada, y
no es para intentar salvarla para lo que quiero verla;
es... Pero escúcheme, padre. Usted no me escucha.
Créame padre, estoy completamente cuerdo. La
294 / Alexandre Dumas
reina está perdida, lo sé; pero si pudiera postrarme a
sus plantas, esto me salvaría la vida; si no consigo
verla, me mato, y como usted será la causa de mi
desesperación, usted habrá matado a la vez el cuerpo
y el alma.
—Hijo mío —dijo el sacerdote—, usted me pide
el sacrificio de mi vida, piénselo.
—No
me
rechace,
padre
—replicó
el
caballero—; escuche: usted necesita un acólito;
lléveme con usted.
El sacerdote trató de recuperar su firmeza, que
empezaba a flaquear.
—No —dijo—; eso sería faltar a mis deberes.
He jurado la Constitución. La mujer condenada es
una reina culpable. Yo aceptaría morir si mi muerte
fuera útil a mi prójimo; pero no quiero faltar a mi
deber.
El caballero juró por el Evangelio que no iba a
la Conserjería para tratar de evitar que la reina
muriese, sino porque sabía que sería un consuelo
para ella verle en su postrer momento.
—¿No trama ningún complot para tratar de
liberarla?
—Ninguno. Soy cristiano, padre; si hay en mi
corazón una sombra de mentira, si espero que ella
viva, si maquina algo, que Dios me castigue con la
condenación eterna.
El sacerdote dijo que no podía prometerle nada.
—Escuche —dijo el caballero—; le he hablado
como un hijo sumiso; no ha salido de mi boca
295 / Alexandre Dumas
ninguna amenaza; sin embargo, la fiebre me quema
la sangre, y estoy armado —el joven sacó un puñal
de su pecho y el cura se separó rápidamente—. No
tema; le he suplicado, y suplico todavía: déjeme que
la vea un momento; y tenga, para su garantía.
El joven sacó de su bolsillo una nota que
presentó al abate Girard; éste la desplegó y leyó:
Yo, René, caballero de Maison-Rouge, declaro
por Dios y por mi honor que he obligado, bajo
amenaza de muerte, al digno cura de Saint-Landry a
llevarme a la Conserjería pese a sus negativas y
escrúpulos. Y como prueba de fe, lo firmo
Maison-Rouge.
—Está bien —dijo el sacerdote—; pero júreme
que no cometerá ninguna imprudencia. Usted me
esperará abajo, y cuando ella pase por las oficinas,
entonces, podrá verla...
El caballero besó la mano del anciano y
murmuró:
—Al menos morirá como una reina, y la mano
del verdugo no la tocará.
Tan pronto como obtuvo el permiso del cura de [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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